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domingo, 3 de abril de 2011

Penitencia

(a propósito de la cuaresma)



En el mundo de hoy, el acto de la penitencia ha entrado en una profunda crisis. Mientras el evangelio nos invita a hacer penitencia, la sociedad actual -arrastrada por el enemigo- ha mandado al archivo muerto esta palabra. De hecho, junto con otros conceptos (pecado, infierno, diablo, etc.), se han convertido en algo así como tabú mencionarlos. La filosofía New Age ha contribuido, incluso entre los católicos, a creer que ya no hay necesidad de conversión, ni de arrepentimiento, puesto que, el pecado "no existe", que todos estos son conceptos inventados por la iglesia para manipular con culpa al creyente.
Pero veamos lo que nos dice la Palabra de Dios:

“Si no hacen penitencia, todos igualmente perecerán” (Lucas 13, 4)


 La penitencia es un sacramento de la iglesia, sinónimo de conversión y su raíz etimológica reside en la palabra griega metanoia que significa cambio de mentalidad, de corazón y de conducta. Durante los seis primeros siglos de la iglesia había dos tipos de penitencia, la penitencia pública y la privada. La penitencia pública correspondía a la segunda conversión después del bautismo.

Para que la penitencia surtiese su efecto tenía que ser pública pues era útil para ignominia del pecador, para ejemplo y advertencia al resto de la comunidad cristiana. Consistía en que el penitente ubicado a la entrada del templo pero sin estar dentro, vestido de tal manera para que se identificara como penitente con un uniforme especial impuesto por la iglesia. (Al principio se trato de un saco, luego del “hábito del penitente" y por último del sambenito, una especie de escapulario enorme estampado con una gran tacha o "equis" que indicaba "oprobio" y "desvergüenza".).


Para obtener el perdón de la iglesia había que hacer gran ostentación de arrepentimiento, conversión y auto-castigo. Por aquellos siglos, el choque con otras culturas, con otras morales, hacía que la iglesia tuviera una férrea vigilancia sobre las desviaciones de doctrina y de conducta, lo que llevaba a tener continuas expulsiones (excomuniones) de la comunidad cristiana.

“Si tu hermano peca, ve y corrígelo en privado. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano. Si no te escucha, busca una o dos personas más, para que el asunto se decida por la declaración de dos o tres testigos. Si se niega a hacerles caso, dilo a la comunidad. Y si tampoco quiere escuchar a la comunidad, considéralo como pagano o publicano.” (Mateo 18, 15-17)


Pasos para una buena confesión (y penitencia)


Estos pasos expresan simplemente un camino hacia la conversión. La Iglesia nos propone cinco pasos a seguir para hacer una buena confesión y aprovechar así al máximo las gracias de este maravilloso sacramento. Estos pasos expresan simplemente un camino hacia la conversión, que va desde el análisis de nuestros actos, hasta la acción que demuestra el cambio que se ha realizado en nosotros.


1. Examen de Conciencia. Ponernos ante Dios que nos ama y quiere ayudarnos. Analizar nuestra vida y abrir nuestro corazón sin engaños. Puedes ayudarte de una guía para hacerlo bien.


2. Arrepentimiento. Sentir un dolor verdadero de haber pecado porque hemos lastimado al que más nos quiere: Dios.


3. Propósito de no volver a pecar. Si verdaderamente amo, no puedo seguir lastimando al amado. De nada sirve confesarnos si no queremos mejorar. Podemos caer de nuevo por debilidad, pero lo importante es la lucha, no la caída.


4. Decir los pecados al confesor. El Sacerdote es un instrumento de Dios. Hagamos a un lado la “vergüenza” o el “orgullo” y abramos nuestra alma, seguros de que es Dios quien nos escucha.


5. Recibir la absolución y cumplir la penitencia. Es el momento más hermoso, pues recibimos el perdón de Dios. La penitencia es un acto sencillo que representa nuestra reparación por la falta que cometimos.

Tristemente poca importancia le damos a la reparación, recordemos que el evangelio nos narra cómo Zaqueo -publicano cobrador de impuestos que robaba a la gente-, después de su encuentro con Jesús, hizo reparación, y se comprometió a dar la mitad de sus vienes a los pobres, y devolver cuadriplicado a los que había defraudado.
Por otro lado, si no hay reparación, no hay perdón de Dios.
¿Cómo hacemos nosotros reparación del daño causado por nuestros pecados?
La biblia está llena de promesas de amor por parte de Dios especialmente diseñadas para los que lo aman. Los católicos no estamos acostumbrados a echar mano de ellas y hacerlas nuestras. Hoy día, en estos tiempos difíciles, de violencia e inseguridad, el salmo 91 debe ser para nosotros una oración de fe imprescindible. Aprenderlo de memoria y recitarlo constantemente con fe es sin duda, un arma poderosa de protección.

Salmo 91


Tú que habitas al amparo del Altísimo,
a la sombra del Todopoderoso,
dile al Señor: “Mi amparo, mi refugio,
en ti mi Dios, yo pongo mi confianza”.

El te libra del lazo del cazador que busca destruirte;
te cubre con sus alas y será su plumaje tu refugio.
No temerás los miedos de la noche
ni la flecha disparada de día,
ni la peste que avanza en las tinieblas
ni la plaga que azota a pleno sol.

Aunque caigan mil hombres a tu lado,
y diez mil a tu derecha,
tú permaneces fuera de peligro,
su lealtad te escuda y te protege.

Basta que tengas tus ojos abiertos
y verás el castigo del impío,
tú que dices: “Mi amparo es el Señor”,
y que haces del Altísimo tu asilo.

No podrá la desgracia dominarte
ni la plaga acercarse a tu morada;
pues ha dado a sus ángeles la orden
de protegerte en todos tus caminos.
En sus manos te habrá de sostener
para que no tropiece tu pie en alguna piedra;
andarás sobre vívoras y leones
y pisarás cachorros y dragones.

“Pues a mí se acogió, lo libraré,
lo protegeré, pues mi Nombre conoció.
me llamará, yo le responderé
y estaré con él en la desgracia.

Lo salvaré y lo enalteceré.
Lo saciaré de días numerosos
y haré que pueda ver mi salvación”.